
El empate perfecto: por qué Maduro sigue en pie
Han pasado más de seis años desde que gran parte de la comunidad internacional dejó de reconocer a Nicolás Maduro como presidente legítimo de Venezuela. Y, sin embargo, sigue ahí: en el Palacio de Miraflores, rodeado de leales, protegido por sus aliados externos y aferrado al poder como si el tiempo mismo trabajara a su favor.
¿Cómo es posible que, pese a sanciones, denuncias, aislamiento y crisis interna, Maduro se mantenga firme?
La respuesta es que Venezuela se ha convertido en un conflicto congelado, un empate estratégico donde nadie quiere —ni parece poder— dar el golpe final.
Washington cambia de táctica
La estrategia de Estados Unidos ha evolucionado desde la confrontación directa hacia una presión controlada y prolongada.
Ya no se habla de una “salida inminente” del chavismo, sino de administrar el conflicto: sanciones selectivas, operaciones de inteligencia y negociaciones discretas que mantengan a Caracas bajo vigilancia sin provocar una guerra regional.
El mensaje de fondo es claro: “presionar sin incendiar”.
El resultado, sin embargo, ha sido el estancamiento político. El régimen no cae, pero tampoco se reintegra plenamente a la comunidad internacional.
Maduro, el dictador que aprendió a resistir
A diferencia de otras dictaduras latinoamericanas del siglo XXI, Maduro entendió que resistir es, en sí mismo, una forma de victoria.
Mientras conserve el control del ejército, el aparato de inteligencia y los recursos básicos del Estado, puede sobrevivir incluso a una crisis económica terminal.
Su método es simple: ganar tiempo, dividir a la oposición y aprovechar cada conflicto internacional —desde Ucrania hasta Gaza— para desplazar a Venezuela del foco mediático.
Hoy, su permanencia no depende de legitimidad interna, sino de alianzas externas y una estructura de control que no deja resquicio para la disidencia.
Economía en ruinas, pero útil al sistema
Aunque las sanciones han asfixiado la economía venezolana, el régimen ha logrado reciclar fuentes de ingreso informal a través del oro, el narcotráfico y las operaciones opacas con aliados como Rusia, Irán y Turquía.
Al mismo tiempo, empresas extranjeras, incluidas algunas occidentales, mantienen tratos discretos que oxigenan al sistema.
Washington lo sabe, Bruselas también.
Pero una caída súbita de Maduro implicaría un colapso energético y un nuevo éxodo masivo que nadie está dispuesto a gestionar.
Una oposición fracturada y sin territorio
La oposición venezolana, desgastada por años de represión y divisiones internas, carece de estructura política real dentro del país.
Muchos de sus líderes están en el exilio, y los que permanecen en territorio venezolano operan bajo vigilancia constante.
María Corina Machado, símbolo de resistencia cívica, tiene apoyo moral e internacional, pero no dispone de poder territorial ni respaldo militar.
La consecuencia es un movimiento opositor con discurso, pero sin fuerza operativa.
El mundo prefiere el silencio al caos
Ni la OEA ni la Unión Europea apuestan ya por un cambio abrupto.
Las potencias observan, sancionan y condenan, pero evitan acciones que puedan desencadenar violencia interna o una guerra regional.
En la práctica, se ha impuesto una política de contención: dejar que el régimen se desgaste mientras el país se hunde en una inercia política sin salida visible.
El empate perfecto
Nicolás Maduro no ha ganado la batalla por la legitimidad, pero ha dominado el arte de la supervivencia.
Estados Unidos no quiere una guerra; Rusia no quiere perder un aliado; Europa no quiere otro foco migratorio.
El resultado es un equilibrio frágil pero estable: un país atrapado en el tiempo, donde el miedo, la pobreza y la apatía se han convertido en herramientas de control político.
Maduro resiste, la oposición aguarda y el mundo observa.
Y así, Venezuela continúa en pausa, suspendida entre el pasado y un futuro que nunca termina de llegar.







Deja un comentario