
Muere José ‘Pepe’ Mujica a los 89 años: el presidente que gobernó con la palabra, no con el poder
El expresidente de Uruguay José “Pepe” Mujica falleció este martes a los 89 años, dejando atrás no solo una vida, sino una leyenda. Fue guerrillero, preso político, legislador, jefe de Estado y, sobre todo, un referente moral en tiempos de cinismo. Mujica murió tal como vivió: con dignidad, sin aparatajes ni privilegios, y fiel a sus convicciones más profundas.
A diferencia de tantos líderes latinoamericanos que se perpetúan en el poder o mueren aferrados a sus cargos, Mujica se despidió hace meses de la vida pública y de la vida misma con la serenidad del que no le debe nada a nadie. “Hasta acá llegué”, dijo en enero, al anunciar que no se sometería a más tratamientos contra el cáncer que lo venía aquejando.
De la cárcel a la presidencia sin traicionarse
Mujica pasó doce años preso durante la dictadura uruguaya, la mayoría de ellos en condiciones infrahumanas. No fue un prisionero cualquiera: lo mantuvieron aislado, lo torturaron, intentaron quebrarlo. Pero no pudieron. Salió en 1985 y, en lugar de buscar revancha, eligió el camino del diálogo. Llegó a ser senador, ministro y finalmente presidente de Uruguay entre 2010 y 2015.
Durante su mandato, legalizó la marihuana, el aborto y el matrimonio igualitario. No lo hizo desde la arrogancia ni con promesas vacías, sino con una coherencia que escasea en la política regional. Mujica no hablaba de austeridad: la practicaba. Donaba el 90% de su salario, vivía en una finca modesta con su esposa, la también ex guerrillera y senadora Lucía Topolansky, y se desplazaba en su viejo Volkswagen escarabajo.
Un revolucionario sin uniforme
Pepe Mujica fue revolucionario, pero nunca fue tirano. Rechazó la violencia del poder, incluso cuando él mismo había empuñado las armas. No construyó culto a su personalidad ni se escudó en enemigos externos para justificar fracasos. Fue un hombre que, con sus luces y sombras, entendió que gobernar no es mandar, sino servir.
En un continente marcado por caudillos y dictadores, su figura se alzó como una rareza: un líder que no se corrompió, que no se enamoró del poder, que habló de amor, de consumo responsable, de libertad, y que se enfrentó al sistema no para imponerse, sino para humanizarlo.
El adiós de un símbolo
Hoy Uruguay despide a un exmandatario, pero América Latina despide a una conciencia. Mujica no fue un político perfecto, pero sí uno honesto, algo tan escaso que su muerte duele como la de un ser querido. Murió sin poses, sin discursos grandilocuentes, sin dejar herederos políticos ni cuentas pendientes. Deja, eso sí, una advertencia: la política puede ser decente, si quienes la ejercen están dispuestos a vivir como hablan.
En tiempos de crisis, corrupción y represión —como la que se vive hoy en Cuba— la vida y muerte de Mujica nos recuerdan que el poder puede usarse para servir y no para someter. Que el valor de un líder no está en su retórica, sino en su ejemplo.
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